jueves, 30 de abril de 2020

Viñetas para leer

Red de agujeros
A pie por el camino mi compadre 
Agustín y yo no nos cansamos de dar gracias a la fragancia de la hierba alta, jugosa, en la que pareciera no caber un tallo más, y a sus verdes suaves por el sol, siempre padre y aquí en un papel distinto a los muchos que decidió y no hacer en nuestro gigantón urbano. Padre sol y madre tierra, sabemos ahora, envueltos por ella y su prodigalidad. ¿O los géneros deben intercambiarse entre ellos, pienso recordando una milenaria leyenda de las naciones muy al norte de estos lugares, donde la luna, por ejemplo, era un celoso amante en tea?
Deberíamos preguntar a los campesinos y campesinas, y se nos hurtan a la mirada por sus ocupaciones o deliberadamente, como el pueblo sombra que se me descubrió una mañana en una colonia de posesionarios y luego gracias al abuelo.
Todo enamora a nuestros ojos de ciudad: el contraste entre la vegetación y el rabiar azul del cielo, la franja arcillosa que serpentea frente a nosotros, el apenas perceptible reptar o trepar de pequeñísimos seres y esa terca soledad aparente que a lo repentino se viene abajo.
“-¡Bájense todos, hijos de la chingada!” –grita a los ochenta hombres en un camión de redilas “un señor grandote” que carga “un radio” –Bótense al suelo porque se van a morir...”
Ya está: el compadre y yo llegamos al momento que nos trajo hasta aquí.
Casi medio siglo me tomó acercarme al misterio que intuía también en la señora de los tamales en la esquina y la avalancha de albañiles, jardineros, trabajadores de las fábricas en torno nuestro. 
Tanto el misterio, que lo develaría sólo después de conocer aquéllos reinos por los libros. De hecho no lo hago bien a bien sino ahora, con mi compadre, en el vado donde un camino interior tuerce.
Aguas Blancas se llama en paraje adonde llegamos.
“-…la balacera de una manera muy cerrada.
“-Sentí que nos estaban cazando….
“-Cuando estaba ahí debajo del camión, pues yo sentía algo caliente que me caía aquí arriba, así, pero yo no creía de que fuera sangre. Y cuando ya nos sacaron de ahí ya vi que había muchos más regados así, alrededor del camión y adentro también.”
La pasión según FB
Era con quien al fin cumplir el sueño y no sólo por su asombroso instinto sexual. El tiempo se emborrachaba en ella, trastabillando hacia adelante y atrás o sin moverse un milímetro, entonces infinito.
Como una cámara enfocaba, crecía y disminuía a capricho los trazos de la realidad, y vórtice absorbía el alrededor o lo contagiaba. No era raro que produjera temor o un irresistible apetito, y así oferta de eterno viaje en la pasión corrí tras ella apenas se me insinuó.
Los cercanos no entendieron mi maniática nostalgia luego de dejarla marchar y por pudor oculté los desbordes de la imaginación, consciente de cuán lejos habría ido de tenerla todavía.
Era ya por entero imposible cuando encontré el camino que pudo conducirnos a la plenitud durante el breve momento antes de que nos llevara el diablo. A seis mil kilómetros le envié el correo cuya respuesta me hizo temblar de calor y de frío:"Sí, jugabas a poseernos hasta las últimas consecuencias hurgando en las sombras de la intimidad, las mías hechas de cumplidos rincones de deseo y las tuyas de fantasías. Y sí, ¿por qué la ira cuando a tu lado escapaba imaginariamente hacia otro, confesándolo? No te equivocas, de haber acompañado mi vuelo..."
Escribía sin emoción y me sentí como el único episodio que borró del pasado. No importa, si fui quien abrió las puertas para la verdadera apuesta, a la manera de éste y el resto de los días, a solas y no pues con el olor le robé el secreto, aquí anda, con sus fugas entre nuestros cuerpo a cuerpo, más mía. 

-0-
Eso escribí en un blog añadiendo:
El deseo es amor. El deseo absoluto es amor absoluto. Cuanto más cavaba en tí más infinita te volvías. Por eso nadie llenará tu hueco.


Siluetas I
La policía agitaba sin contemplaciones la alcancía de la noche, Padre ordenaba cada mañana la muerte del hijo, las flácidas carnes de Mamá lloraban de vergüenza frente al espejo, Ella era miel pura, sonreía como una niña y me clavaba el puñal hasta la empuñadora, al compás de Los rebeldes del rock.


Tengo quince años y entro al último de los cursos preuniversitarios. En el anterior desapareció el yo que pasaba el tiempo tentando las aristas de nuestro mundo escolar, en el frontón, en el recoveco al fondo del campo de futbol, los baños o cualquier espacio poco frecuentado donde me aceptaban los rudos que probaban el carácter.
En su lugar se hace presente un personaje en busca de reflectores. El éxito es rotundo y allana tanto la vida que prometo ajustarme al modelo para siempre. Aun así me toma por sorpresa el montaje de miradas y risitas nerviosas dirigido a mí desde el rincón donde durante las semanas de inicio los de primero, recién llegados al edificio, se confinan en respeto a las jerarquías.
Muchos metros de gentío me separan del juego ese que, sin embargo, hecho con todas las de la ley no tiene dudas de alcanzar su objetivo. Más temprano que tarde voltearé, encontrarme no frente a frente a la jovencita más bella que creo haber visto, sino según se debe: semiescondida entre el aleteo de sus súbditas.
En verdad puedo morir: se me abren las puertas a una princesa de estilo clásico. Llega a la edad de enamorarse a la manera de la gente de bien, pensando que ahí está el único hombre permitido mientras viva, con quien compartir un idílico romance y luego un bien provisto hogar. 
Para mí la vida ha sido muchas cosas y entre otras, dolor, que no merece tratarse al paso. No decido si asomarme a través suyo o alejármele a toda velocidad. Las vacaciones entre cursos antes de sacar partido de las luminarias, ha sido una mañana tras otra de espanto ante el espejo. Algo terriblemente oscuro aparecía en aquel rostro, deformándolo. Por eso me agarro ahora a las miradas de los demás como a una droga, y esa oferta de la princesita promete que todo andará bien de ahí hasta el fin.
Andará bien entre el desastre general. La frase suena gorda pero me parece justa.
Al menos entre las crecientemente gruesas clases medias, sólo las más suicidas jovencitas se atreven a prestar otra cosa que manos, bocas entrecerradas e insinuaciones de pechos o muslos. Suicidas, he dicho, y de nuevo parece un exceso y no lo es.
A mis ojos nadie lo ejemplifica mejor que la hija de la peluquera del barrio. Una mañana veo a quien fue una niñita disfrutar mi sonrojo exhibiendo, antes que un par de espléndidos pechos, una sonrisa de reto e invitación. Meses después el vecindario masculino pulula por la esquina a la cual se abre el salón de belleza, desde donde la madre de ella se asoma con un matamoscas. Al poco creo que la mujer se salió con la suya, sólo para descubrirla a punto del infarto por el fracaso en deshacerse del Rey, cuya presencia basta para alejar a los competidores. La señora da inútiles voces, la pareja se cansa de escucharla y se aleja abrazada por la cintura. Pasará un año para ver a la joven con un bulto en el vientre, todavía envalentonada, y otro para que sus alardeos se vuelvan triste mansedumbre, sentada en el escalón del negocio con la criatura y vagos vestigios de sus encantos de cometa.
Mientras, nuestras baladitas languidecen, suspiros, chorritos de miel de maple, y a miles las nudilleras, las botas, las cadenas, los bates y una que otra pistola se disputan lo mismo una fiesta que una mirada.


De una punta de inútiles y sus viajes
Al segundo curso universitario abandoné los estudios. Quemar las naves llaman a eso en recuerdo de Hernán Cortés. Pocos años después -o muchos, según se mire siendo jóven- rematé el trabajo al "buscar la revolución". Entrecomillo para burlarme de mí, aunque fui a dar con ella como gran auge popular en breve espera.
Fue un largo viaje aquél, que después recordaría caricaturizándolo:
Durante el primer tramo del trayecto, mirando al paso por la ventana los nuevos fraccionamientos de Celaya, lloré. Se parecían a los de mis años de niño en la ciudad que entonces se hacía monstruo. Muchos cientos de kilómetros y un parada intermedia adelante, el dinero se terminó y fui a dar a un hotel de mala muerte. Me lavaba los dientes frente al espejo descascarado y volví a llorar.
El viaje habría seguido ese tono de no encontrar a Martín en el trasbordador. Se acercó a la barandilla desde donde a lo melancólico yo seguía el bamboleo del Mar de Cortés, y me sacó conversación. Había sido soldador, creo, en el propio DF e intentando cruzar a los EU lo devolvieron dos veces. Ahora se acercaba a mí con el aprendizaje en la picaresca que la aventura le dejó, pretendiendo sacarme algo. Pero como yo estaba más vacío que él, decidió hacerme su Sancho Panza. Dijo:
-¿Tienes hambre?
Contesté con la verdad y me hizo seguirlo hasta la cocina del barco, pues afirmaba que sin falta los cocineros eran solidarios. No se equivocó. Apurábamos una torta cuando el lugar se paralizó. El capitán nos contemplaba desde una de las entradas. Y el regaño se produjo pero no por darnos de comer, sino por la pobreza de lo entregado. Todos, incluido Martín, intercambiaron una mirada de entendimiento que no descifré, cuando el comandante pidió sirvieran lo mejor a bordo en su camarote.
Allí cenamos tan opíparamente como las circunstancias permitían, aderezado todo con mi ingenuidad. El capitán rondaba los cincuenta y sus ojos relataban una tristeza vieja y profunda. Bajito, flojo de carnes y con una incompresible palidez si atendemos a su oficio, se enfocó en mi persona, sincerando poco a poco los motivos de su desolación. Al menos los que no había riesgo en contar y que yo, inútil, provinciano pero noble al fin y al cabo, quise comprender: la soledad y la monotonía del marino, de la cuales había escuchado en Conrad y London.
El hombre dirigía un barco, por pequeño que éste fuera, y costaba trabajo reconocer su fragilidad que, a la manera de esa noche frente a nosotros, podía exponerlo a las ruindades de los otros. Martín devoraba a mi lado continuando las miraditas que iniciaron en la cocina y que a mí no me pasaban de noche pero casi, pues no sacaba de ellas nada en claro, como mal entendía también el juego cruzado que hacían con el olímpico desprecio del patrón, aquí sí muy en su despótico papel, hacia mi compañero.
Estábamos lejos de terminar la segunda botella de vino cuando a una especie de orden el migrante fallido procedió a despedirse. Intenté imitarlo, me contuvo, volteé confundido hacia el patrón, quien se apenó y agacho la mirada.
Al marcharnos no di de palos a Martín porque habría yo salido varias veces revolcado, pero estallé:
-¡Ya ni chingas, cabrón! ¡Vendiéndome por un pinche pollo y unas papás! 

Desde la azotea
Escribo el libro sobre el abuelo en el escritorio que da a la única ventana de mi departamento, cuyo encuadre copia los del cine nacional en tiempos gloriosos, con su fácil, blando romanticismo. En el escritorio leo también las frases con que cercaba a mamá apenas pude convertir los berrinches en palabras:
-¡Mira! ¿Ves cómo a la mitad la calle se desploma? ¿Y aquel hombre cuyos pasos no dejan huella, ya que pisan bajo el suelo? ¿No sientes ese temblor perpetuo?, ¿nuestro nadar sobre la tierra? 
Levanto la cabeza para encontrar el patio a cielo abierto, largo, generoso, las puertas de la docena y media de viviendas en dos plantas, y la luz en la que ese sol nuestro, padre, hermano, macho bravucón, pordiosero, se echa escapando de la alharaquienta tarde de la calle. Parda, recrea el alivio de las madres y los abuelos y abuelas en el breve descanso que les dejan sus criaturas bullendo por dentro, aspaventosas, o en la desesperada persecución del día que no alcanza, que por ley se agota antes de revelarles los secretos de cada tanda.
¿Qué dirías de verme en este lugar, ma, donde un par de años atrás lloré de alegría apenas se marchó la mudanza? ¿Te entristecería encontrarme en un pequeño, oscuro rincón de la ciudad, del país que no entendiste nunca?
Venías de lejos y guardabas con celo el dolor que ello te producía. No te dabas cuenta de que la mujer de los elotes en la esquina había hecho un trayecto tan largo como el tuyo en tiempo y alma. Lo comprendo. Como ella, creciste convencida de que el mundo era las leguas a tu vista, tras las cuales la respiración se suspendería.
No tenías modo de entender el acoso de mis letanías aquellas, que te postraban y así más se encendían.
-¡Ya, por Dios, déjame en paz! –tronabas contra tu proverbial paciencia, encerrándote bajo llave para rogar a no sé quién, en tu sabiduría, que velara por ese pobre hijo. Lo hacías inútilmente, claro: no había salvación para el Idiota.
-0-
Hoy idiota resulta sinónimo de estúpido o imbécil. Antes se refería a los tontos o tontas de los pueblos, que un sabio medieval despreciaba reconociéndoles a cambio el don de servir a la divinidad para expresarse imperfectamente.


Para entonces todo era viento, como llamo al internet, incluida la joven que me producía escalofríos. Cierto, estuvo muchas veces entre mis brazos, y verdad también el origen virtual de nuestra relación.
Sólo así fue posible la intimidad que me desquiciaba. Quería dejar sus tierras, entendí enseguida, y a cambio tardé en percibir la sustancia de su mundo fantástico. No lo construía el mar a sus pies, los barcos entre dos océanos coleccionando lugares maravillosos. Empezó por la pantalla televisiva, cuyos huecos romances reinventaba con erotismo.
Sin pieles, nos condujo la prolija historia pasional de ella, no importa cuán joven era si a los once años se abandonó a un hombre tres veces mayor.
Su extraordinaria capacidad para el relato enriquecía las escenas con atmósferas, aromas, sensaciones casi táctiles, deteniéndose a recordar detalles que pasó por alto, y así al mismo tiempo el suspenso por los momentos culminantes se volvía angustioso y secundario, pues las minucias eran de una elocuencia tan o más arrebatadora. Aprendí entonces cuánto el placer sensorial lo producía no el contacto sino su anuncio, como
cuando la mano iba rumbo al cruce entre los muslos del otro.
Para entonces yo llevaba años en los cíber ambientes, y el mariposeo que anima fue perfecto para mi soledad. Revelarse y esconderse, de eso trataba el juego, allí y donde quiera, ¿no?
Robándole la vestidura al gran músico-poeta de todos los tiempos, bauticé como Autopista 61 a una red social. Subía y bajaba por allí horas enteras, construyendo un personaje. En una viñeta de los nueve blogs o cuadernos hoy a mi disposición, no sé cuánto di en el clavo y cuánto me justificaba: Uno se construye varias veces frente al espejo propio y ajeno, hasta que resulta irreconocible. Justo entonces empieza a ser cierto.

La casa del horror
La violencia en México toca todos los ámbitos, a veces sin que públicamente se perciba. Forma así un circo, uno solo, con muchas pistas
Regresando de una charla sobre este tema en la plaza central de Jiutepec, Morelos, escribo: Vivimos un narco Estado, dicen; y una narco sociedad, debe agregarse simplificando. Gran parte de la población nacional sabe quiénes pertenecen al crimen organizado, calla los actos de corrupción alrededor y tal vez conoce el rostro y hasta el nombre de los secuestradores de los niños y las mujeres cuyas fotos circulan por la internet, o el de los violadores y feminicidas.
Un psicoanalista opina que sus colegas han equivocado el punto de arranque sobre los torturadores. No son seres a-sociales, dice. Entonces tampoco quien corta cabezas y demás. ¿La realidad se volvió de revés?

Purple Rain 
La solicitud de amistad la hizo ella, buscando quien la ayudara con sus memorias eróticas, y el ya viejo truco de la foto de perfil para prendarse dio resultado y fue fiel a lo demás. Exudaba sensualidad resulta una mala frase en su caso. Vivo para complacer, dijo, y mentía. Para
complacerse, sí, y de ese modo al mundo a través suyo.
Desde luego no la pretendería y la edad era, si acaso, la última razón. De intentar tocarla de cualquier manera la magia se rompería y de vuelta agradecí ser abuelo. Mirar, admirar, pensé años atrás al encontrar a la más misteriosa mujer. Con la nueva, la historia tendría que repetirse sin el menor desvío, venciendo las tentaciones, ni siquiera un pasito rumbo a ella, a pesar de sus ofrecimientos:
-Eres un ángel que cayó del cielo o un ser cósmico que me generé bastante bien y quiero llorar de alegría. Viájame y úsame, que para eso estoy. Te confieso, no eres el primero que lo hace.
¿Me aprovecharía de ella, yo, el Abuelo?
Ay, Ohsis. Hablando de Monelle, la pertinencia de los géneros y el exilio, y salgo con eso. Bueno, es que a su modo la Purple imitaba a San Juan de la Cruz, estirando los brazos sin saberlo hacia una figura inalcanzable. En el nombre del padre, inicia el bíblico rezo.