sábado, 6 de febrero de 2021

Para morir iguales. La nueva Corte de Medianoche

Uno se construye varias veces frente al espejo propio y ajeno, hasta que resulta irreconocible. Justo entonces empieza a ser cierto.

No importa por donde vayamos nos acompaña la fotografía de un muchacho. Tiene dieciocho años, la piel mulata parece de aceite, los cabellos se le ensortijan y los brillantes ojos negros sonríen.

Al poco de recordar esta estampa que presidía el hogar de Mario el Jarocho, fui citado por la Corte de Medianoche (1).
Igualitito que en la obra cumbre del último gran poeta en lengua irlandesa, duermo plácidamente y el reclamo de una metálica voz me despierta:
-"¡Eh, tu, vago, ¿qué haces ahí cuando la más digna corte jamás reunida espera para juzgarte."
Claro, no estoy en el lomo de un río, a la manera del campesino en el poema, sino sobre la cama, y no es una monstruosa mujer de mirada sangriente quien amonesta, sino El Grillo, metro sesenta de altura, pecho echado pa lante y ojos de capulín.
-¡Comadre! -le digo harto contento de verlo luego de casi cuarenta años.
-No te hagas baboso y jálale.
-¿Y ora?
-Que nos juntamos pa darte con todo.
-¿A mí? -alcanzó a preguntar antes de que como en un sueño aparezcamos en un castillo cuyas troneras echan humo de fábrica.
Frente a nosotros el abuelo, Filiberto, uno de las muchachas que no murió en 1524, Bryan O´ Donnel, Artemio, la niña que perdió una pierna en un bombardeo, Felícitas, Malena, el propio Jarocho, en gigantescas representaciones se sentaban a una mesa en lo alto. 
En la multitud alrededor había muchos rostros conocidos y el resto tenía un impreciso aire familiar.
Acostumbrado a los escenarios con miles de protagonistas, el abuelo no necesitó forzar la voz para que se escuchara a través del eco profundo en el fantástico lugar. 
-Mira -dijo extendiendo la mano en un movimiento circular. -Te nos dimos, tan diversos en tiempo y espacio y tan íntimos como deseabas. Y has traicionado nuestra confianza. 
Prometo cumplir la tarea y recuerdo a Domingo embobándose con los recuerdos de una bronca toma de predios, para que de pronto, sin venir a cuento, pensaría uno, los ojos se le fueran quién sabe a dónde: 
-Todo fue por mi papá, que vendía pájaros en el mercado y no tenía un centavo y andaba cante y cante.
-0-
Luego se sumaron Hilla, Derzu Uzala, los niños en la fotograía
quienes aparecen en La lucha por América
y muchos más, llamando desde pasado y presente.

Me había acostumbrado a andar bien avanzada la noche por el Santo Lugar, y un miércoles bajé del autobús en la contraesquina de la fábrica donde trabajaba Agustín, cuando salía el segundo turno. La sombra era gruesa y no supe de dónde saltó el mocoso de cuatro patas que me asustó con su ridículo ladrido. Debía tener dos meses de nacido, y sus ingenuos ojos brillaban coronando el circo que hacía para conquistarme.
No se podía evitar sonreírle, ni que él malentendiera el gesto y me siguiera convencido de haber ganado al fin un hogar. Al fin, digo, pues parecía llevar un buen rato así y entender ya que si luego de unos metros no había un nuevo signo de amistad en el interfecto al paso, debía probar con el próximo, y me dejó al cruzarnos con un paisano.
No le hizo el mínimo caso el hombre, sin duda acostumbrado a escenas de ese tipo, y como volteé interesado en su suerte, regresó. Avanzando a la manera de dos buenos amigos expliqué la situación, le pareció una muestra indubitable de haber conseguido el objetivo y no paraba de dar brinquitos y ladridos eufóricos.
Pensé en llevármelo a la huelga pero alguien se me había adelantado un par de días, con no pocas protestas de los demás. En esas estábamos al bajar al arroyo en la esquina, cuando a unos metros en una sola acción un trailer arrancó y prendió las luces. Con dificultades el inexperto Ojitos dio marcha atrás antes de que se lo llevara el diablo.
Paso un par de tensos minutos, yo volviendo al discurso y él mirándome con el espanto que le había dejado el animalote aquél y el descubrimiento de un lado hasta ahí desconocido del mundo de espantos al cual lo habían entregado. No sé lo que habría hecho yo de no atravesar una pareja y a la mujer venírsele la ternura al contemplarlo. Con ellos reanduvo el camino y volví al mío.
Una hora después Juan de Dios me pidió que lo acompañara a su casa por un anafre, creo, y el Ojitos continuaba en su búsqueda, ahora desesperada e inútil, pues para entonces la noche se había quedado a solas con sus fantasmas.
Al olfatearnos echó a correr en dirección nuestra, pero íbamos por la banqueta contraria y los arrestos para repetir la experiencia de cruzar se le acabaron con el rugido de un horno que despertaba. Dio un giro enloquecido, la máquina cobró fuerza y salió de estampida.
La desesperación debió obnubilarlo, y nosotros de vuelta a la huelga, no estaba más en la misma acera sino en la de enfrente, donde la empacadora, presentándole su espectáculo al policía de la caseta, que en su infinita soledad lo festejaba. Sonó un claxon, el policía se levantó disparado para abrir la puerta y el auto que salió por ella casi le arrancó la cabeza al enano, quien de nuevo se dio a la carrera.
La mañana siguiente encontré a nuestro amigo una cuadra más allá. Seguramente de un puesto o de una bolsa con el almuerzo había caído lo necesario para llenar la pequeña panza, y se divertía con los paseantes. No iba más suplicando detrás de ellos, sino juego tras juego, de modo que en apariencia le había encontrado el gusto a la incertidumbre.
-Así es esto –debía decirse-, y no está mal. Un poco peligroso, pero entretenido.
Subí al camión con un par de compañeros, contagiado por su optimismo y su espíritu libertario.
Al terminar la tarea cuatro o cinco horas después lo descubrí desde la ventana, antes de apearnos. Era un montoncito de carne muerta al borde de la calzada.


FALTA EL REMATE 
F:jJf-