No me autobiografío, busco entre mi vida, aseguro en Desde la azotea, el cuaderno principal dedicado a ello, donde ejemplifico: papá aparece dos líneas y hermanos mayores y amigos de setenta y cuatro años se tratan, si acaso, como pretexto. A mamá recurro para ilustrar esto y aquello y a Uno, sin quien carezco de explicación, recurro realmente en una sola, críptica viñeta.
Si bien a veces paso la línea, sobre todo cuando aparece mi vejez.
Van aquí algunas cosas:
El que apenas supo andar subió a la azotea de donde no saldría nunca, para en sueños hacer la vida entre los demás...
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En la azotea el canto de Felicitas, a
quien sin eufemismos llamo nuestra sirvienta, descubre un valle distinto
al que mis ocho años de edad revelan y construyen.
Las manos de la joven campesina se
empeñan ágiles y sin pesares contra la piedra del lavadero y el correr
del agua y llenan el aire de amabilidades, sugerencias, aromas que toman
de cuanto su vuelo toca. Sólo quien asiste a la escena percibe cómo con
ello la realidad alrededor se trastorna, despertando las sombras del
vasto llano al pie de las montañas, para un paseo hacia rincones a los
cuales mi imaginación no puede asomar y entonces son pura borrachera.
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Al final y sólo al final iría lo que se relaciona con la bolsa del mercado.
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Por
buenos motivos obsesionado con su historia trunca, durante mucho tiempo
papá tuvo fama de darle la espalda a la fortuna, y se negaba a cobrar
favores a un grupo de empresarios. Ellos, bastos hasta extremos
inconcebibles, en agradecimiento le hacían los más absurdos obsequios:
una caja fuerte, una mesa reglamentaría de poker…
Cierta
vez un espejo que se me volvió adicción. Torpe en cualquier materia
hogareña, mamá lo colocó a la primera luz a mano y no a la del norte,
ducha en ocultar imperfecciones, según sabían las familias de bien.
Aun
así era tan bueno y, por tanto, generoso, que ni heridas y ásperos
regaños por rasurarme en la pequeña biblioteca-sala de costura ayudado
con el agua de un pocillo, me expusieron en adelante a la vulgaridad de
sus congéneres, y nunca salí más a la calle sin un buen baño en aquel
reconfortante brillo.
De
ese modo inicié la profesionalización en el tema, seguro de que si el
día flaqueaba no importa dónde, con entrar a una cafetería, una tienda,
un hotel, elegantes, las cosas volverían a su falso, tranquilo lugar. En
la profesionalización vino la tortura, porque la formula se invertía
directa, proporcionalmente, con esos espejos andantes que son mis
iguales: cuanto más prósperos ellos, peor mi reflejo.
Tortura,
digo, no por el rechazo en sí mismo, del cual me congratulo, sino por
la mortal trampa en que caí: visto con desprecio por la gente fina,
fuera de casa la droga se volvió innacesible. En concecuencia la calle
devino en vía crucis.
Estoy
tentado a tocar a la casa en que ahora vive un sobrino, para
desatendiendo las consecuencias terminar a hachazos con el culpable de
mi triste destino.
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Nos resta un buen trecho por andar, jefecita, del brazo y por la calle, no en son de novios sino de compañeritos, que el Edipo lo cumplí con las abnegadas sierras del Ajusco y Guadalupe -si supieras lo que soportaron esos cerros, lo que soportan: miles de siglos renunciando a su majestuosidad para recibir con amor el asalto de pobres casitas hasta la coronilla.
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El viaje a la ciudad cosmopolita por excelencia, quitadas las liviandades referidas y sumando grandes anécdotas en encrucijadas, fue un inmejorable golpe que al regresar me permitió ver al falso barrio bohemio y mis devaneos tal eran: fallidos, torpísimos intentos de nada (...)
Contada así la
historia es justa y está medio muerta sin embargo, al no recoger lo que
transcurría por dentro. Traigo a cambio el demencial momento en que
recién llegado entré a casa de mis padres. Todo me resultaba pequeño,
ruin, desolado, digno del olvido que la mínima justicia impedía, pues si
algo había era un alboroto de cuerpos abiertos de par en par por
terribles infortunios personales y sociales. Y con él, la riqueza humana
que había sido incapaz de asimilar y estaba sin embargo en mis huesos.
Contaminado por la frivolidad del viajero moderno,
olvidaba que no hay modo de aprender los kilómetros a miles pues,
sabios, los sentidos y la mente son perezosos, y enceguecía también
acercándome a una cultura cuya base está en negar el pasado, propia del éxito.
En tales
condiciones qué trabajo me costaba emular a Lumbardo el de la rifa del
auto, organizando una más modesta aunque suficiente para poner pies en
polvorosa de mi vida anterior -creía yo, y por ventura eso era
imposible.
Desde el más elegante de ellos, frecuentado por
empresarios y políticos, una recién ex Miss Ciudad de México me sonreía.
Fui a su mesa, preguntó si quería cenar, a lo soberbio respondí:
-Desde luego pero no será con el dinero que no tengo- y dijo:
-Espera- volteando hacia el vecino enfundado en un
magnífico casimir inglés y zapatos con precio de cuatro cifras, a quien
llevaba rato encandilando con la mirada. El tipo cambio de mesa, pedí
todo lo más caro mientras ella le entornaba la pestaña y me acariciaba
la pierna, y una vez satisfechos nosotros dos:
-Toma tu palmo de narices, mi ejecutivo rey.
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Mientras él anda sin parar, yo invariablemente a la primera obligada pregunta de los que llaman por teléfono, respondo:
-¿Qué hago? Ya sabes: duro on the road de la recámara a la sala.
Detrás de la broma el viaje para encontrar la batalla de todos y todas por la vida cotidiana clavando tumbas en cada uno y una...
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Pura impresión soy y no hay minuto del
cual salga sin cabos de cuerdas que no sé dónde atar. En pedazos vuela
el mundo apenas lo toco y llueve luego dejando alrededor un campo de
batalla en abandono. Entre el lodo un trozo de nube reta al
entendimiento. Le dedico la más amable de las sonrisas y echo andar
incapaz de un grito o una pregunta.
Recuerdo entonces la estampa que
recoge un escritor aterido no de frío sino por las calles de la ciudad
entonces del abuelo, mamá, papá, la abuela: una mujer recoge el cuerpo
de la hija y mientras se esfuerza por unirle el brazo, entre los
escombros busca con desesperación la cabeza, para negar los últimos diez
minutos.
Quitado el dolor que fulmina, soy ella repitiéndose cada día.
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Como esto se trata de una probada más o menos al azar, paso a mujeres que me hicieron el favor: