jueves, 20 de octubre de 2022

América para despistadxs

Agustín, que anda en muchas partes por estos cuadernos, escucha: 

Los voluntarios del Valle del Mississippi lo creen, se apuran a participar de la gloria y tienen que conformarse con la arena, el sol sin piedad, la peste de alimañas y las huellas de la guerra advirtiéndoles por primera vez sobre el futuro. En los campos próximos a la ciudad mexicana se penetran para siempre del olor dejado por los cadáveres tardíamente sepultados y con los que cargaron los coyotes, en cuyos restos hincaron el diente los buitres. En los campamentos encuentran a los heridos que terminan de sanar pero que no volverán a ser los de antes porque “la amputación era la única cirugía mayor que se practicaba”.

En otros los daños son distintos si bien no menos severos, y es frecuente hallar soldados con la mirada perdida, hablando de cosas ininteligibles o que ven lo que parece imposible. A los más graves se les declara formalmente locos, entre el tedio de una campaña detenida: “Mientras permanecimos en Campo Belknap, alrededor de un ciento de entre ochocientos hombres que contenía nuestro regimiento era diariamente reportado en el catálogo de la melancolía”. Entonces se bebe, se discute, se pelea. A veces entre compañías completas: “Fui informado –escribe el Curwen que ya conocemos- de las dificultades entre nuestro regimiento y el batallón de Baltimore, originado en una agresión a nuestro coronel”. Los casos graves son responsabilidad de los voluntarios. El general en jefe manda de regreso a casa a muchos, sólo para recibir nuevas remesas. 

Nada de eso quedará en la épica de la Tierra de la Gran Promesa, como muchas otras cosas sucedidas antes.

-No entiendo bien -dice mi compadre, el Agustín con quien empezamos estas viñetas. Es un obrero mexicano del siglo XX, nacido en el campo.
Sigo, pues:
El hogar del Taylor niño quedaba en pleno camino hacia el sueño que jalonaba un movimiento humano raras veces contemplado por la historia. Entre 1770 y 1830 ocho millones de hombres y mujeres de la costa atlántica siguieron la caída del sol tras los Apalaches que el gobierno británico había impuesto como barrera a la colonización, hacia la asombrosamente pródiga cuenca del Mississippi y más allá, rumbo a las Rocallosas.
La tierra, confundida, se conmovía con la avalancha humana, con su peso de carretas, caballos y embarcaciones cargados con todo lo imaginable y su brutal estrépito de hierro y madera, de disonantes voces de cerdos, reses, perros y gallinas. La prensa y las memorias de la época trataban de apresar en números la impresión del tumultuoso precipitarse atravesado por una fe en la que se creía reconocer las trompetas de plata de Moisés anunciando el reino de Israel:

“En un mes, la villa de Robbstow vio pasar 236 carretas.” “Informes provenientes de Lancaster establecen que se contaron en una semana 100 familias que cruzaron la ciudad.” “Por Eaton pasaron 511 carretas con 3,066 personas en un mes.” En el mismo Muskingum de las mágicas semillas de calabaza, un probable conocido de los Taylor contabilizaba 50 carretas en un día, mientras los ríos se sembraban de pontones, lanchones y chatas.Era una historia de grandes esperanzas y sufrimientos. “Una familia compuesta por 8 miembros, en viaje de Maine a Indiana hizo a pie los más de 600 kilómetros a Eaton, Pennsylvania.” “Un herrero de Rhode Island, en pleno invierno cruzó Massachusetts rumbo a Albany (alrededor de 300 kilómetros). En un carrito iban algunas ropas, algunos alimentos y dos criaturas. Detrás marchaba pesadamente la madre, con un pequeñuelo en brazos y 7 niños más a su lado.” El diario de un observador daba cuenta de un par de embarcaciones improvisadas, amarradas una a otra, con cabañas construidas en lo alto, que transportaban a familias y granjas desmontadas con todos sus efectos, en una especie de hogar viajero sostenido por sus rutinas, cuyo símbolo era una anciana con anteojos que en una silla se entregaba a su tejido.Se instalaban en un lugar que parecía bueno, otros pasaban de largo dejando el rumor de nuevos y mejores lugares. Entonces los más arriesgados o los menos favorecidos tomaban de vuelta el camino. Eran tan frecuentes las mudanzas, que un futuro presidente aseguraba que a uno de sus vecinos todos los años en primavera las gallinas se le acercaban y cruzaban las patas, aguardando que las atara para el viaje.Un recuerdo éste tocado por el mismo impulso de imaginación que hacía florecer con clavos a una barra de hierro y que sólo así era capaz de recoger los auténticos milagros de la aventura que en menos de medio siglo multiplicó por seis el territorio de las trece colonias primitivas. La aventura dejaba en la mentalidad del país una huella imborrable y consolidaba y definía a la democracia nativa. Así, privilegiando la anécdota, subrayando los rasgos excepcionales o caricaturescos de la realidad, vacilando entre un agrio y desenfadado humor y un gusto a Viejo Testamento, se construía una percepción del mundo, una memoria y un habla que contribuirían decisivamente al surgimiento de una religión, una conciencia y una literatura nacionales.Una larga serie de estereotipos estadounidenses estaba ya presente en el río de historias que desde el Oeste prosperaba entonces por el resto del país. En la anécdota, por ejemplo, del viajero que detenía su caballo donde el lodazal de un camino se volvía infranqueable y descubría un sombrero sobresaliendo del fango, que se agitaba. “Al viajero comenzó a helársele la sangre, pero juntó suficiente coraje para levantar el sombrero con su látigo de montar. ¡Cáspita! Debajo apareció la cabeza de un hombre, que se volvió hacia él y exclamó:  

“-¡Hola, forastero! ¿Quién le dijo que me hiciera saltar el sombrero?”  

Reponiéndose de la sorpresa el forastero se preparó a bajar del animal para ayudarlo, pero el otro lo contuvo:

-”¡Oh, no se preocupe usted! Verdad es que estoy en un aprieto, pero tengo debajo mío un excelente caballo, que me ha hecho atravesar sobre su lomo más de un sitio peor que éste. Nos las arreglaremos.” 

Se necesitaba en verdad humor, capacidad de sacrificio y decisión para emprender una tarea que, por lo demás, para muchos era una especie de obligación. “Consideremos el caso de los desheredados, sin una hilacha de su propiedad, deslomándose en el trabajo y no obstante siempre con el fantasma de la cárcel de los deudores ante su vista: ¿cómo reaccionarían esos hombres frente a la posibilidad de recomenzar en una nueva región.” O a un labrador que roturaba la tierra hasta agotarla o que “desde el primer día tuvo que luchar con un suelo pobre o pedregoso”, para quienes la promesa de América no se había cumplido o sólo en términos miserables. 

Eran seres humanos que tras las flechas de los indios encontraban a las de los mucho más peligrosos bancos, que cada poco amenazaban aumentar los intereses o expropiar las tierras adquiridas a los grandes concesionarios del Estado. La avanzada de los colonos entre el Muskingum y el Ohio, pongamos por caso, había sido precedida por la compra de derechos sobre 600 mil hectáreas, de parte de una compañía dirigida por un general y un reverendo, a la ganga de 20 centavos por hectárea. Para el colono los dos dólares o el dólar y cuarto al cual se redujo luego el precio -de seis a diez tantos de ganancia, pues, para los especuladores- en principio podrían parecer más que razonables, pensando en las virtudes de suelos, climas y aguas a tal punto de veras anchos, favorables y abundantes que frecuentemente permitían sembrar sin haber roturado y que entregaban dos cosechas por año.

Pero para hacerse del lote tipo, de 640 acres, la absoluta mayoría debía recurrir al crédito de las instituciones del Este, que medraban tan a gusto como los concesionarios. Dos o tres letras se acumulaban y los colonos recibían los anuncios de lanzamiento, que los incitaban a la revuelta. Así había sido desde muy pronto, en presagios de auténticos conflictos de clase. Comenzaba la gran empresa cuando en 1786 multitudes de granjeros, dirigidos por un capitán retirado, llevaron su coraje hasta amagar con el asalto a un arsenal y no desistir de entrar a la mismísima Boston sino porque milicias de honrados ciudadanos los forzaron a retirarse a los bosques y rendirse, mientras la caballería formada por probos e iracundos estudiantes “sembraba el terror entre las familias campesinas”. Revueltas que si entonces y más tarde no llegaban a extremos era por la alternativa de marcharse y recomenzar, hacia el prometedor horizonte contemplado por Jefferson. Descendientes de esos colonos son quienes en 1846 forman el sector de soldados nativos del ejército regular estadounidense.

-Del holocausto que sufrieron los indígenas norteamericanos te hablé ya sobradamente -digo a nuestro coprotagonista en Red de agujeros y otros relatos cuadernosos. -Con esos hombre, mujeres y niños cuyas historias conocemos gracias a un gran tipo(1), pertenecen al país del cual nos piden callar aunque sufra también y cuyo destino, estoy convencido, se juega con el nuestro (EU). 

Él, mi compadre, y yo, descubrimos alelados lo que al hablarnos del presente revelan para nosotros sobre el pasado Latinoamericano.


               No nos hablan aquí solo de Argentina.

-¿Leíste Centroamérica guión y Scorza síntesis?

-le pregunto. -¿Dónde metí lo de Brasil?

-Para, me enreda tanta información?

-A mí también. Quería explicar que México... ¿Cómo decirlo para no parecer presuntuosos? A ver si me doy a entender? El argentino sindicalista y yo nos burlábamos de ciertos dichos sobre los derechos laborales que tuvimos en este país. 

"Eran costumbre tras la Segunda Guerra Mundial casi por donde quiera, soltamos a duo. Enseguida recordé, claro, que aquí la industrialización a marchas forzadas comenzó antes, en 1940, y respondían a treinta años inusitados para el resto de nuestra área: la Revolución, los activísimos años 1920, el cardenismo.

"La Nueva España y México se cocían aparte. Porque tenían detrás al núcleo mesoaméricano e Hidalgo y su gente recibían un rico legado que no era independentista sino revolucionario (De hermosas contradicciones adornada) y luego tuvimos una Reforma.

SIGUE