-Los nacidos para ganar -dijo a solas los dos y aunque se refería a sí sentí la obligación de contestar:
-No soy inteligente.
Me miró extrañado. ¿Quién confesaba esas cosas?
Los pocos maestros lúcidos que encontré tenían un trato privilegiado hacia mí. ¿Cómo entenderlo? Les atraía, deduzco, cuán atento estaba a sus clases siendo bullicioso por naturaleza, motivo éste de otro comportamiento inexplicable: que Ana, la Princesita y tales y cuales hermosuras me procuraran por veinte minutos, veinte meses o para siempre, en el primer caso gracias a un rasgo, entonces, contradictorio: melancolía profunda.
En resumen, antes o después descubrían todos al mero, terco sobreviviente.
Disculpen cavilaciones que no vienen a cuento nunca y menos ahora, cuando nos jugamos el futuro. Debe culparse a las pesadillas, a quienes doy gracias pues promoviendo proyectos prometedores vuelvo a crear confusión.
-Regresa al sencillo rincón al cual perteneces -pienso. -El del hombre delgado y silencioso. Y no teclees más, carajo.
Hago los ejercicios que permiten prudente salud y limpio al paso mi humilde, armonioso departamento, escuchando al grupo perdido para la historia, en una de sus campiranas alegrías.
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