sábado, 3 de abril de 2021

El periodismo, la historia y otros asuntos

Lo que por su época no alcanzó a hacerse digital, o es libro avalado por el tiempo o una nada existente solo en archivos públicos cuya consulta equivale a sortear

laberintos con Minotauros.

Olvidé cuántas crónicas, artículos, guiones, ponencias, escribí antes internet.

Lo siguiente pude rescatarlo republicándolo.

Durante la posrevolución nuestra ciudad crea una o varias nuevas noches. No solo sus vidas van allí; también la imaginación sobre ellas.

Durante el porfiriato el teatro de revista es un animado, picaresco entredicho nocturno que se airea. Pero cuanto de lo demás puebla ese mundo que nace al caer el sol, transcurre en el silencio o el vilipendio público. La prostitución callejera, la cantina y la pulcata proliferan por los barriales, muy lejos física o prácticamente de lo que la sociedad presume. No importa si están a espaldas de calles de buena educación, un sólido muro invisible se alza entre ellas.
A partir de 1920, en cambio, los tugurios, los burdeles en regla y las hileras de cuartuchos que sirven a las “perdidas” son esencia misma del Centro y se asientan sin remilgos aquí y allá, acompañando al festejo de la autóctona modernidad siglo XX, de cines, carpas, cabaretes, salones de baile, estaciones de radio, convertidos en escuelas y laboratorios de comportamiento entre los cuales la población no para de reinventarse, haciendo de las calles pasarelas.
La música popular, las tandas, las piezas del renovado teatro ligero, la prensa que alcanza su madurez como primer medio masivo y es no menos multifacético que la futura televisión; la literatura, la plástica, el cine nacional, la historieta y luego la fotonovela románticas y de aventuras, en camino a convertirse en las lecturas más extendidas del país, habitan la nueva noche con seres y sendas materiales y fantásticos.
No hay nada idílico en ello, con sus sífilis de muchas clases y sus profundas desigualdades, ni en la retórica que lo acompaña ocultando al país tras estereotipos y atmósferas “legendarias”. Y si creemos a Carlos Monsivaís, hasta debe sospecharse cierta mano perversa del poder que lo consiente y quizá lo prohija, en una capital cuyo gigantismo le será cada vez más apreciado como gran instrumento para el control de una nación que no hace nación.
Con todo puede encontrarse allí un cierto, genuino libre circular del deseo y del ingenio, que luego será cortado de cuajo.
Es 1938, digamos, un año antes de que un reglamento intente liberar la vía pública de la epidemia de besos. Del lujoso Regis al modesto Tacuba, por una treintena de salas, estrellas extranjeras y cada vez más de casa languidecen de amor en la pantalla, dejando el rastro deslumbrante de sus atrevidas existencias, que el espectador cree conocer al dedillo por periódicos y revistas. En El Principal, el Ideal y los otros templos del género de revista, y en las carpas donde tal vez se opera mejor que en cualquier otro lado la transformación del “pueblo en emblema cultural”, anda el mareo de telones y vestuarios y candilejas, olimpos de las vedetes replicadas más a ras de piso por coristas con pechos generosamente al aire, y una comicidad que explaya la sexualidad a flor de piel.
Una cosa y otra entre la exploración por el espectador de los recursos de un cigarro, por ejemplo, de modo que la boca sea oferente o desdeñosa y rime con la mirada y el vuelo de la mano. O de un saco, una falda, un sombrero, que nunca son a secas y acompañan a mohines y sonrisas, a imaginaciones de caderas y hombros dueños de sí a punta de danzón, fox trot, rumba y cuanto se ponga a la mano.

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Corto ahí porque el artículo con aires de crónica es demasiado largo y paso a otra cosa.

De plúmbago, sin amenazas, las nubes casi al alcance de la mano corren rápidas en el día que suda sobre el caserío, donde la sal de mar hace cuatro siglos estampa su huella. Por la vía del tren, entre un millar de paisanos  en alharaca, dos costeñas maduras, firmes, desparpajadas, se regodean en los gritos:
-¡Huevo de gallina, no de granja! ¡En Espinal hay hombres, no chingaderas! -refiriéndose al hombre pequeñito, de voz aflautada que acaba de salir de prisión y encabeza la marcha: Demetrio Vallejo.
Es el sábado 12 de mayo de 1972 y cuantos hay allí llevan un mucho acunadas y otro mucho a cuestas dos o tres décadas de trabajos por Utopia, que no está en el santoral ni tiene altares en la Iglesia de Salinas Cruz, cuya torre domina la vista, ni en ninguna más del Istmo de Tehuantepec, del resto del estado de Oaxaca o donde sea en el México de tercos rezos por ella apenas Hernán Cortés terminó su obra. A comienzos de 1959 ese par de mujeres sin duda estaba entre quienes defendían del ejército el local del sindicato ferrocarrilero, cabeza del gran esfuerzo de trabajadores y trabajadoras por deshacerse del monstruoso aparato corporativo construido para ellos.
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Una mañana de otoño de 2009, en Saltillo comparto un cuarto de hotel con Alfredo, un antiguo trabajador de la metalmecánica que lleva medio siglo organizando luchas sindicales. Sin duda sabe cuánto lo respeto desde hace casi cuarenta años y mientras nos vestimos vuelvo a dar gracias por la oportunidad de estar de nuevo con él y su gente.
Le hablo del desbordado optimismo que vino el día anterior en la conmemoración de treinta y cinco años de la ejemplar lucha de CINSA-CIFUNSA en esta ciudad, y de las charlas con Nelly Herrera, con María, su hermana y la hermana de Isaías.
-Almirante -le digo-, esas mujeres parecen cristianas primitivas. Ni su abuela las detendrá jamás en la búsqueda de la utopía.
Él sonríe de esa especial, como misteriosa manera qué tiene y suelta una de sus geniales frases:
-Llegará un día en que los cristianos se coman a los leones.
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La historia del movimiento "obrero"(1) entre 1959 y el presente está sin contar. Hay apuntes aquí y allá y no más. Es particularmente grave por dos razones: 
Se contribuye al exitoso empeño del neoliberalismo por borrar cuanto recuerde las conquistas populares históricas. Así lxs jóvenes tienen una lagunas en la memoria sobre el país, que privilegia, por ejemplo, a las guerrillas de los años setentas, cuya importancia, quitando al Partido de los Pobres, resulta comparativamente menor. 
Se conspira contra el pueblo como actor y no sujeto pasivo.

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Entre 1979 y 1980 con los amigos y amigas conseguí entrar a un centro de investigaciones sobre el movimiento obrero mexicano. 

En ese par de años produjimos lo que la institución no pudo durante dos décadas. Nuestra militancia entre trabajadores y trabajadoras industriales me permitió, por ejemplo, poner en la historia una huelga general que desde ni más ni menos el maderismo, los libros daban por paro de patrones.

Con ella y otros avances, pues a tal se reducían hasta ahí, asistí a seminarios donde los académico expertos en el tema decían barbaridad y media. Uno se atrevió a descubrir al mundo las interioridad de movimientos que recién habían colvulsionado tal y cual rama o ciudad. 

Nosotros veníamos de allí y apenas pude creer las barbaridades que el experto soltó con absoluto desparpajo. 

-Tal vez eso mismo hago en mis investigaciones sobre los años 1910, 20, 30 -pensé a punto de darme un tiro. 

Conocía allí también a una historiadora profesional que parecía dispuesta a trabajar en serio. Cuando mucho después volví a encontrarla, sus progresos se median en unas cuantas líneas.

No me extrañó pues para entonces escribía y coproducía los guiones con que un reputado centro de investigaciones se daba a conocer cada semana en el espectro radial.

Al principio tuve paciencia y confié en mi asesora y su seminario. Los materiales para surtirme eran pobrísimos y llegué a un acuerdo con ella, liberándola del compromiso que parcialmente justificaban su jugoso sueldo más prestaciones. 

Seis años pasé así, retando al sistema de canales nacionales donde nos transmitían, pues los programas llegaban a sus escuchas supliendo las emisiones que tenían por preferidas -la hora de los Beatles o la Sonora Santanera, pongo por caso.

Pocas veces sentí tanto orgullo como las tardes en autobuses urbanos cuyos choferes no giraban la perilla cuando esperando a los Ángeles aparecía Reeencuentros con la Historia.

Para entonces hacía rato que la SEP pidió a intelectuales de izquierda crear un vasto programa cuyo objetivo era usar al cómic a neolectores, introduciéndolos en el pasado.  

Fue todo un éxito. Incluido el que con cierto maravilloso dibujante me ganó universales aplausos contando al Batallón de San Patricio. Aquello resultaba demasiado hasta para la historia patria que difundía nuestra dictadura perfecta y empleé años en deshacer aquél falsísimo mito y encontrarme uno genuino y de dimensiones mucho más profundas el que reflejaba a la Irlanda tradicional y su paso a Estados Unidos.

Erin
Los dientes que ves aquí, 
sobre el anciano esqueleto, 
una vez mascaron nueces amarillas 
y devoraron el pernil de un toro
Es Oisin, gran dios guerrero celta, el que se lamenta en voz de un temprano poeta cristiano invadido por la melancolía. Como eso parece ser Irlanda: altiva, desgraciada, nostálgica. Parece, nietos, pues un pueblo no puede dibujarse de un trazo, ni de cientos, quizás.  “Gloriosa, piadosa, inmortal memoria irlandesa”, dice un gran escritor, y otros: 
“Nuestro innato conservadurismo..." “Una misteriosa unidad espiritual, una homogénea identidad marca a este pueblo hoy como hace dos mil años.” “La tradición irlandesa puede compararse con el fluir de un río. Cuerpos extraños pueden caer en él o pasar por él, pero no desvían el curso del río.” “De hecho, el problema con Irlanda es que una tradición, una vez echada a andar, jamás se detiene.” Y es que “el irlandés, como Orféo, siempre mira hacia atrás”.
Nuestro cuaderno a ratos es azaroso, S y E, y si algunas historias le nacieron de dentro, otras las encontró en el camino. Con Erin, como llaman a esta isla, vinimos a dar por Brian O´Donnell y sus compañeros, a quienes los libros tratan de las más estúpidas maneras. Fue una gran sorpresa y no cometeré el gravísimo error de creer penetrar en ella.
Andamos a saltos por dos mil años para detenernos en el momento que Brian y los demás nos piden.  
Allí donde ningún soldado de Roma posó el pie y las invasiones germanas no se acercaron, pervive el mundo celta que marcó al occidente europeo en la antigüedad, dicen. Un mundo celta que con la decisión del imperio romano de abrazar la Iglesia de Jesús, en el resto del subcontinente se vio obligado a desaparecer o a esconderse dentro o fuera de la nueva fe.
El mundo celta: “pueblo de clanes y de asambleas”; “una conciencia aguda de un universo lleno de hadas, trasgos y duendes”, de mitológicos personajes que en la isla como a la deriva, en el extremo donde Europa empezaba a confundirse con el océano de incógnitas y fantásticas manifestaciones, tenían tiempo para madurar, aunque fuera en el recuerdo. Porque el evangelio no llegaba a estas tierras en las órdenes del emperador, en manos de obispos, con bautizos forzados y al amparo de espadas deseosas de cortar cabezas, sino a través de la palabra de monjes como el después santo Patricio, que encontraban en el país el paraíso de sus sueños ermitaños: 
Puedo tomar mi fruta de un manzano, como en una posada, 
o llenar la mano donde los avellanos se cierran sobre mí. 
Un pozo claro me ofrece lo mejor para beber
y en la orilla una plácida cama de berros se me tiende
Dicen, aclaremos a cada paso. Que son sueños nacidos de la vida tribal, entre los bosques, deambulando por los montes con los animales, para hacer de Irlanda una extravagancia a la cual un Papa medieval trataba de someter calificándola de “diabólica”. Antes de que literalmente todo se lo lleve el diablo, trescientos años antes de que nacieran nuestros amigos, católicos como más de tres cuartas partes de los habitantes de una Irlanda donde la religión tiene un significado étnico e histórico preciso.
Al abandonar la isla, O´Donnell es uno de los cuatro millones de miserables cuyas figuras reparten por el mundo los relatos de desgracias contemporáneas. Por pantalón un fustán zurcido cien veces en las rodillas y en las nalgas, perdido más de un botón, que se deshilacha. Cubriendo el pecho un inmundo, picoteado jirón negro de lana, que la chaqueta corta, heredada de padres a hijos, protege como puede. En la cabeza un gorro de fieltro acompañándolo hasta en el sueño, y en los pies, una de cada dos veces, nada.
Los extraños llevan siglos calificándolos de “supersticiosos”, “borrachos”, “ladrones”, “brutos”, “víboras”, “degenerados”, “salvajes”, “caníbales”. 
En 1845 entre quienes los gobiernan o visitan es frecuente encontrar comentarios como estos: “Algunos historiadores dicen que son muy afectuosos con sus hijos, pero no es fácil descubrir en qué consiste esa ternura, porque su comida no es mucho mejor que la que le dan a los cerdos.” “Aquí la suciedad es la perfección de la pobreza, y su gran causa, la holgazanería.” 
Menos que humanos, pues, condenados por su naturaleza a un tristísimo futuro, conforme concluyó hace rato un caballero inglés: “El carácter voluble de los irlandeses se opone a que tengan jamás instituciones libres. El irlandés pertenece a una raza inferior”.
Por más desprecio que Francia, Inglaterra y el resto de la Europa feliz sientan por sus vecinos pobres –balcánicos, griegos…- esta manera de calificar a los habitantes naturales de la vieja Erin no se aplica a ningún otro pueblo del continente. Con ellos el tono se parece mucho al empleado con los hombres y mujeres del África negra o del sureste asiático, o con “una banda de salvajes americanos”, según observó viajero. Y no es casual, no es casual en absoluto, conforme nos dirá otro cuaderno.

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Cuando los guiones con que recogía aquella historia a espaldas de los San Patricios, una euórica institución universitaria llegó a acuerdos con dos muy respetables televisoras eruropeas y convocó a productores nacionales.

Die guiones pues eran varios, para una serie que rescataba la riquísima gráica sobre temas concurrentes. A in de ubicarla, mis amigos especializados en museograia trabaaron como dios manda. 

A los posibles cooproductores mexicanos les pareció poco. En neoliberales tiempos, debía revolucionarse el ormato. 

-Hagamos puestas en escena -gritaban euoricos, pensando en invitar a Peter Gabriel o, siquiera, a Craw Berrys, para musicalizar. 

-A eso no le sé, perdón -contesté ocultando mi uria y experiementaron con dos buenos directores de cine de autor.

El segundo, en aprietos económicos, aceptó cuando a quien conducía aquello le pidieron la renuncia para unos meses más tarde.

-Hagámoslo untos -pidió el cineasta que en segundos diseñó un recurso perecto.

-¿Cómo?, si para entender la historia deberíamos ilmar también en Irlanda y Estados Unidos y no hay dinero ni tiempo para eso.  

Dio media vuelta y desesperado hizo lo único posible a su mano. Tomar el mito oicial. 

Solicité desaparecer mi nombre y empecé un libro Cuestión de sangre.

Corpus Christi, Texas. 20 de diciembre de 1845

En lo alto del Golfo de México la playa de arena blanca y dura, la bahía baja, batida sin violencias por las olas, un río ancho y manso perdiéndose en ella. Y por donde la tierra se entromete en el mar, cercada por nogales, cipreses y sabinas, la aldea: dos sólidas construcciones que se imponen sobre unos cuantos tendajones y casuchas cada vez más improvisados según se alejan buscando el muro junto al río. Marcando su distancia ante ellas, decenas de disciplinadas tiendas de campaña en hileras.

Eso cobija a los cuatro mil hombres del general Zacarías Taylor y a sus cargamentos informales. De whiskie, sobre todo, o de cualquier cosa parecida en disposición de destilarse en unos días. Algo para animar el estómago y el alma contra las rutinas del fusil, de las marchas y las órdenes repetidas muchas veces cada día, de modo de hacer una tropa de este caos de soldados bisoños y veteranos acostumbrados a guerras informales.

En verdad no es fácil dar concierto al mayor ejército estadounidense desde el conflicto con Inglaterra de 1812. El grueso ha sido reclutado unos meses atrás y está formado en buena medida por inmigrantes que llevan muy poco tiempo en los Estados Unidos. Algunos no saben del inglés sino palabras sueltas o lo embarazan con sus acentos, y otros lo han vuelto una orgullosa lengua propia con viejas reminiscencias celtas. Alemanes, muchos, y, sobre todo, irlandeses. Esa clase de irlandeses que viene de los clanes tradicionales de la isla, quienes por primera vez se animan a lanzarse al Nuevo Continente.

Uno de ellos, de talla por encima de lo común y un aire decidido en los imprecisos ojos azules, que deben destacarlo entre su compañía del quinto batallón de infantería, de alguna cierta manera ha de hacer el recuento de las irregularidades y originalidades de las columnas. Se llama John O´Rilley, sirvió a las tropas británicas y por necesidad debe confundirlo ya el austero uniforme azul en el cual anda ahora y su olvido de la máxima de que un ejército empieza a imponerse desde el despliegue de adornos y colores que presumen orden y abundancia y que apelan a temores atávicos.

  La oficialidad, cuya funda no se distingue del resto sino por unos cuantos sencillos motivos y que, por lo demás, no se priva de nada haciéndose servir por esclavos negros conforme al rango -uno para un teniente, cuatro para un general brigadier-, es muy dispar. Se trata de una mezcla de jóvenes recién egresados de West Point con un exagerado desplante marcial, y curtidos y displicentes treintones, cuarentones y más, encarando cada quien a su manera la campaña. Para unos, por ejemplo, el accidentado desembarco del batallón líder en desastradas barcuchas de pescadores, cuando una nave se embarazó en los bancos de una de las islas gemelas que se adelantan a la bahía, fue una escena ignominiosa. Para otros, en cambio, no pasó de una anécdota divertida.

En el río un paisano de O´Rilley alivia la falta de costumbre de las botas y el andar mecánico, y a diferencia de éste no se atreve a ordenar nada de cuanto le produce el ejército o cualquier otra cosa del país que a cuadros viene descubriendo desde cuando un año y medio atrás la costa de Pennsylvania apareció a su vista, entre la multitud apretujada en la cubierta de un destartalado trasatlántico.

Se llama Brian O´Donnel, tiene veinte pocos años y cuantos están en Corpus Christi lo calificarían de infantil, en razón de su primitiva manera de relacionarse con el mundo y de manifestar sus emociones. Si no lo hacen es porque él se esfuerza en pasar inadvertido, hasta casi confundirse con los entornos, a los cuales por ello percibe de una particular, aguda manera: esta tarde, el destilar de los cuerpos trabajados del campamento, los rezumos de la tierra siempre húmeda, los empujones de viento por el grueso aire salado, el celebrar de perros y gaviotas que enumeran cualquier cosa, la bruma del atardecer en la cual la pradera alrededor se borra.

Todo pertenece a una realidad tan distinta a la suya, tan incomprensible, como los miles de seres y cosas encontrados en el largo camino que lo ha conducido hasta aquí. ¿De qué manera entender algo a partir de que salió de casa? Por ejemplo ahora la forma en la cual el río, de nombre Nueces, parte la tierra en dos: al norte bosques, al sur una plataforma muerta de sed, cuya vegetación resulta cada vez más rala conforme avanza la mirada. O ese sol ancho que al llegar aquí en julio avasallaba la vida y que todavía hoy quema los ojos.

Todo es tan “diforme”, “como la noche al día”, en relación a Irlanda. Hasta el mapa de estrellas ha sido un desconcierto en su mudar sin fin, cambiando cada poco la ubicación de las constelaciones. ¿Y los aromas? El suelo, el viento, el mar huelen a lo que no debieran, una y otra vez, distintos en cada plaza de la travesía. De la travesía sin término previsible al parecer, si de acuerdo a los rumores en breve cruzarán el río para toparse ¿con qué?

   

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