Fue en los años 1950, seguro, cuando nuestro futbol dio el trágico paso del cómic que vacilaba entre la colonización y su raigambre popular, a Gutierritos. Supongo, aclaro, pues si me hice fanático atlantista celebrando cómo los prietitos le ganaban un campeonato al Asturias, con el cual mis tíos hacían trizas la herencia familiar al correr por la banda derecha o darse a los coreos, tenía cinco años de edad y tardé otros seis o siete en aficionarme al estadio y las transmisiones por radio.
Para entonces el equipo del pueblo era la leña pura que correspondía a un decrépito general Núñez, cómodamente adaptado a nuestra dictadura perfecta.
Si antes hubo épica, arte, vocación o cualquier cosa capaz de hacernos creer en la selección que en Chile 1962 dio batalla en una primera fase contra Brasil, Checoslovaquia -los próximos finalistas- y "el equipo de la ONU" -España con Di Stefano (argentino), Puskas (húngaro), Santamaría (uruguayo) y Eulogio Martínez (paraguayo)- luego y al modo del cine nacional desaparecería hasta siempre, en su caso bajo control Televisa.
Uno podía hacerse buey estimando a criminales de las canchas estilo Giacominni, mientras el duo televisivo arrasaba y luego venía el Cruz Azul con que ordeñaban una cooperativa ordenada por padre Estado. Total, algunos puntos caerían gracias a otro rasgo característico: echarse en la hamaca siendo visitante.
El espectáculo se dignificaba en las gradas, a cuentagotas de perlas individuales o Pumas igualmente mafiosos pero menos lerdos, cuyas fuerzas básicas iban debut tras debut, creando una escuela.
Cuatro de cada cinco aficionados eran de caja idiota y la prensa no tuvo problemas para desplazar al ramo su aquiecente grisura.
Los tercos soportábamos cuanto fuera para tener identidad, recompensados de tarde en tarde primero por torneos con el Santos o el Botafogo y después con transmisiones internacionales y dos Copas del Mundo. Excepto si los Ratones Verdes y su imperturbable peste a