Zarato ruso se llama al Estado que en 1547 creó Iván IV, hasta alcanzar casi 23 millones de kilómetros cuadrados cuando desaparezca.
Deriva del Gran Principado de Moscú y éste a su vez del Gran Ducado de Moscú formado durante el siglo XIII.
Luego, en 1721,
resultaría en el Imperio
ruso fundado por Pedro el Grande tras la conquista de los territorios
que se encuentran entre el mar Báltico y el océano Pacífico, y a más de grandes regiones
asiáticas y europeas abarcaba Alaska y asentamientos en California.
Estas últimas tierras se perdieron en un siempre accidentado proceso, como el reparto
de Polonia con cuya superficie y hacia 1793 se dio forma a la gobernación de
Minsk, dividida en nueve entidades. Dentro de una de ellas, para 1821 nace Dostoiesky,
el gran escritor contemporáneo del populismo revolucionario campesinista y los
anuncios de la revolución soviética, quien influiría profundamente al
pensamiento moderno, entre otras cosas alentando el sicoanálisis freudiano y el
existencialismo del siglo XX.
No es raro que lo hiciera, según se aprecia, pues lo produjeron los fondos de una realidad geográfica, étnica, social, vastísima, destinada a transformar el mundo muy pronto. Nada sería igual para la tierra entera tras octubre de 1917, ¿verdad? Tan poderoso el efecto, que cien años más tarde, hoy, en sus restos parece iniciarse una convulsión planetaria con dimensiones civilizatorias.
Ese hombre escribió las siguientes palabras: “El que se miente a sí mismo y escucha sus propias mentiras llega a no distinguir ninguna verdad ni en su fuero interno ni a su alrededor, deja de respetarse a sí mismo y de respetar a los otros”.
Las frases bien podrían circular por redes sociales, como algo que se aplaude rabiosamente y nadie respeta.