miércoles, 4 de noviembre de 2020

Esa extraña guerra llamada La de gran promesa

No hay día sin que escuche al Mr. de ida y vuelta por la Autopista 61, deteniéndose para hacer el amor a una granjera y en segundos salir por la ventana; experimentando la tercera guerra mundial en calles donde se diría no pasa nada, o rumbo a un valle que guarda a la más misteriosa mujer.
Mientras él anda sin parar, yo invariablemente a la primera obligada pregunta de los que llaman por teléfono, respondo:
-¿Qué hago? Ya sabes: duro on the road de la recámara a la sala.
Detrás de la broma el viaje para encontrar la batalla de todos y todas por la vida cotidiana clavando tumbas en cada uno y una.

Eso era hasta hace una semana, cuando me ofrecieron volver a los diecisiete. 
Viajo y en una estación escribo al futuro de los nietos: “Quisiera no estar tan cansado y olvidar la siesta, pues es justo el tiempo, ya que a occidente el reloj se me adelantó una hora… Quisiera, los nogales de la calzada… "
Volver a los diecisiete... Al final de un libro digo que hace treinta años y cinco años debí abandonar el Santo Lugar y que no me había recuperado de ello.

Hoy es ayer y no ahora... confío.


Me gustaría, Mr., demostrar a sus seguidores hispanohablantes que no sabemos nada de usted.
Es tan únicamente un EU como los pioneros recorriendo millas a miles con niños al cuello, sobre las cabezas, por los bolsillos, y sus fantásticas, desenfadadas historias. Como aquella que dibuja a un jinete ante el Muskingum, cuyas semillas de calabaza cayeron al suelo "y tan instantáneo fue su crecimiento, tan sorprendentemente rápida su extensión y ramificación, que, antes de darme la vuelta (...) habían arraigado en el suelo al punto de circundarme peligrosamente las enormes guías de la enredadera", y así pudo salvarse solo gracias al brioso caballo que con viveza espoleó. 

Ese país lo entiende quien lo vive y nadie más


Entre 1770 y 1830 ocho millones de hombres y mujeres de la costa atlántica siguieron la caída del sol tras los Apalaches que el gobierno británico había impuesto como barrera a la colonización, hacia la asombrosamente pródiga cuenca del Mississippi y más allá, rumbo a las Rocallosas.
      La tierra, confundida, se conmovía con la avalancha humana, con su peso de carretas, caballos y embarcaciones cargados con todo lo imaginable y su brutal estrépito de hierro y madera, de disonantes voces de cerdos, reses, perros y gallinas. La prensa y las memorias de la época trataban de apresar en números la impresión del tumultuoso precipitarse atravesado por una fe en la que se creía reconocer las trompetas de plata de Moisés anunciando el reino de Israel:
      “En un mes, la villa de Robbstow vio pasar 236 carretas.” “Informes provenientes de Lancaster establecen que se contaron en una semana 100 familias que cruzaron la ciudad.” “Por Eaton pasaron 511 carretas con 3,066 personas en un mes.” En el mismo Muskingum de las mágicas semillas de calabaza, un probable conocido de los Taylor contabilizaba 50 carretas en un día, mientras los ríos se sembraban de pontones, lanchones y chatas.
      Era una historia de grandes esperanzas y sufrimientos. “Una familia compuesta por 8 miembros, en viaje de Maine a Indiana hizo a pie los más de 600 kilómetros a Eaton, Pennsylvania.” “Un herrero de Rhode Island, en pleno invierno cruzó Massachusetts rumbo a Albany (alrededor de 300 kilómetros). En un carrito iban algunas ropas, algunos alimentos y dos criaturas. Detrás marchaba pesadamente la madre, con un pequeñuelo en brazos y 7 niños más a su lado.” El diario de un observador daba cuenta de un par de embarcaciones improvisadas, amarradas una a otra, con cabañas construidas en lo alto, que transportaban a familias y granjas desmontadas con todos sus efectos, en una especie de hogar viajero sostenido por sus rutinas, cuyo símbolo era una anciana con anteojos que en una silla se entregaba a su tejido.

      Se instalaban en un lugar que parecía bueno, otros pasaban de largo dejando el rumor de nuevos y mejores lugares. Entonces los más arriesgados o los menos favorecidos tomaban de vuelta el camino.  


Cerca de dos años durará lo que pronto iniciarán las columnas estadounienses estacionadas en Corpus Christi, Texas, en diciembre de 1845. Cada momento es único, irrepetible, con las historias personales que van dentro de él. Por ejemplo, el de la fogata que un guardia rural texano convierte hoy en inmejorable escenario para sus relatos. La luz de maravillosa inconstancia, subiendo, bajando, escapando sin aviso a este lado y aquel, juega con la noche a esconder y revelar a la veintena de hombres que escuchan, y así, pongamos por caso, una mano noblemente trabajada parece cruel y una mueca labrada a punta de resentimientos simula ser una sonrisa.
Lo que no cambia es el olor a tierra y a sudor de siempre de estos seres del montón en los cuales la literatura de la época, con grandes revoluciones a sus espaldas, empieza a descubrir un universo de emociones y no la monotonía de existencias agotadas en sus tareas y sus penas, hasta ahora dada por supuesta. Aun así en la memoria de la intervención que se aproxima no habrá en ellos, ni en los demás soldados de línea, sino una masa informe cuyo único valor será el número y la disposición de obedecer.
Más de la mitad –alemanes, ingleses…- ha perdido lo poco que tenía, abandonando los lugares que eran la razón de ser de generaciones anteriores, para venir al Nuevo Mundo y escapar del hambre, de las cárceles de vagabundos y de su conversión en apéndices de hileras de máquinas metidas en infectos galerones. El resto, nacido en el país, carga una lista de inútiles empeños para cumplir las expectativas que les ofreció la Tierra de la Gran Promesa. Por eso están unos y otros aquí, cambiando los sueños por una paga vil y la muerte factible.
Hay un abismo entre ellos y la oficialidad reunida más allá, con sus bien erguidas figuras, su desenfadada gesticulación, su seguridad toda. Ésta encarna el sentido del individuo como culminación de la historia que pronto recreará Walt Whitman, el poeta, hoy todavía un joven periodista entregado a promover la guerra contra México.
Para ellos, como para El canto a mí mismo de Whitman, “La atmósfera no es un perfume/no tiene el gusto de la esencia, es inodora,/ha sido creada desde la eternidad para mi boca”. Se gustan con “el vaho de mi aliento”, “mi respiración e inspiración”; sienten “placer al oír el sonido de mi voz” y, siempre uno por uno, van a bañarse “al mar,/para admirarme a mí mismo”.
Quienes se reúnen al calor de la fogata, con su absoluta desposesión han ganado una libertad que sus antepasados no imaginaron hubiera. Es una libertad agria, que los hace conocer la apabullante soledad de quien ha perdido la conciencia de tener sentido por ser el eslabón de una cadena interminable, pero gracias a ella no están dispuestos a aceptar por más tiempo que el mundo se hizo de una vez y para siempre destinándolos a cumplir cuanto otros dispongan para ellos, incluidos los oficiales con su feria de vanidad.
Brian O´Donnell no. Continúa siendo uno de esos seres que no se reconocen nuevos, aunque su soledad aquí sea tan o más dolorosa que la de sus compañeros. Prudentes metros aparte del círculo del guardia rural, contempla la luna, cuya carátula ha empezado a descubrirle no la llana sombra que mostraba en el cielo irlandés, sino la figura de un conejo. ¿Estaba oculta en aquél o es que esta luna es por completo distinta?


Lejos, entre el final de la puesta de sol y el romper de la medianoche,
nos metimos en el portal mientras tañían estallando con estruendo
majestuosas campanas de rayos, encendían sombras en los sonidos
parecían ser los repiques de libertad destellando
Destellando por los guerreros cuya fuerza no es para luchar,
destellando por los refugiados en el inerme camino de la huida
y por cada uno de los desvalidos soldados en la noche
y nosotros contemplamos los repiques de libertad llameando

Observamos inesperadamente por el horno de la derretida ciudad
con las caras ocultas, como los muros se estrechaban,
el eco de las campanas de boda antes de la lluvia
se disolvía en las campanas del relámpago.
Tañendo por el rebelde, tañendo por el calavera,
tañendo por el desafortunado el abandonado y el rechazado
tañendo por el proscrito, quemándose constantemente en la estacada
y nosotros contemplamo los repiques de libertad llameando

A través del loco martilleo místico del bárbaro granizo salvaje
el cielo chasqueó sus poemas en desnuda pregunta,
el suspendido de las campanas de la iglesia sopló a la brisa
quedando sólo las campanas del relámpago y su trueno
golpeando por el benigno, golpeando por el bondadoso
golpeando por los guardianes y los protectores del espíritu
y por el desempeñado y el pintor fuera de su época
y nosotros contemplamos los repiques de libertad llameando

En la salvaje catedral de la atardecida la lluvia descifró historias
para las desnudas formas sin rostro de los sin posición
tañendo por las lenguas sin sitio adonde llevar sus pensamientos
todas atrapadas en situaciones dadas por supuesto
tañendo por el sordo y el ciego, tañendo por el mudo
por la maltratada madre soltera y la mal llamada prostituta
por el proscrito por delito menor, perseguido y estafado en la caza
y contemplamos fijamente los repiques de libertad llameando

Incluso un telón de blanca nube destelló en una lejana esquina
y las hipnóticas manchas brumosas se elevaron lentamente
la luz eléctrica todavía golpeaba como flechas,
encendida por los condenados a la inacción
o los que son retenidos en la corriente,
sonando por los buscadores, en su muda búsqueda de pistas
por los amantes corazones solitarios,
con su historia muy personal y por cada alma inocente
y amable inmerecidamente entre rejas
y nosotros contemplamos los repiques de libertad llameando.

Ingenuos y sonriendo como yo recuerdo, cuando fuimos cogidos
cazados sin huella del momento por ellas colgamos suspendidos
mientras escuchábamos y mirábamos por última vez
hechizados y consumidos hasta el fin de su tañido
tañendo por los sufridores cuyas heridas no pueden ser curadas
por los incontables confundidos, acusados, maltratados,
pisados y peores
y por cada persona ahorcada en todo el ancho universo
y nosotros contemplamos los repiques de libertad llameando