Queda dicho en La Corte de Media Noche y los Nietos. Mi gateo rumbo a la azotea era fuga y encuentro. Huía del departamento donde, como cualquiera en su caso, papá y mamá nos confinaban. Querían protegernos y tenían cierta razón pues el hambre y el descampado nocturno matan -tan estúpidamente entendida tú, noche, pareja inseparable que representa esa otra cuyos sexos las civilizaciones interpretaron con maña, y no los pueblos tribales quienes sabían: la celosa amante en tea tenía pechos y el falo jugaba a escapársele (me acusan de meter guiones y paréntesis; ¿hay otra manera viviendo entre mafiosos enredos?)-. También puede entenderse que, para entonces perdida la esperanza colectiva, sus sueños personales los habitaran por completo, así fuera pendiente de ella.
Pasillo, tres habitaciones, sala comedor, cocina, baño y medio. Bien dije: hogar, criaturas bullendo en el caldero.
-¡Vete de aquí! -gritaba la sapiencia que no habían liquidado todavía.
Y entonces tuve valle, nubes relatando su viaje desde dos océanos, campesinas canturreando en muchas lenguas, y más, si atendía al hormiguero abajo.
Walt Whitman se fue a la verga con El canto a mí mismo, colmo entre colmos.
Ser en colectivo o morir, decía ese menos de un metro de altura con el cabello al viento que durante aquél febrero por ráfagas picaba los ojos trayendo al lago convertido en arenales.
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