Realmente lo mío fue siempre sacar partido al viento, los juegos, el amor en sencillas especies y cosas así. Por eso tardé en saber que había algo llamado cultura del esfuerzo y le di la esquina.
-Eso es cosa de migrantes a gringolandia -díjeme agradeciendo a Tata Cárdenas por asilar a treinta mil trasterrados españoles entre los cuales iban mis padres y abuelos.
Para entonces por millones sus paisanos, portugueses, italianos, griegos y demás hijos del pueblo europeo inundaban Latinoamérica sin compelerse. Los más seguirían representando adorable masa y se batirían solo, y si caían donde afrodescendientes y petizos pateaban y driblaban lindo, para emular a Pele, Maradona y compañía -qué hueva buscar ahora a sus antecesores.
Conté ya que maduro topé por casualidad una libreta de púber nacido entre la gran cultura mexicana. Había allí conocimientos a los cuales yo no tendría sino cierto acceso, apenas eso, treinta años luego.
El muchachito brillaba como posible heredero de un mafioso Octavio Paz que preferiría a equis mercachifle para ayudarlo a sepultar líricas generaciones -jeje; oremos por ellas y ellos.
Arduas décadas emplearían otros de cunas bastante menos favorecidas para intentar imitarlos en revistas y suplementos provincianos, por decir -escúchanse más rezos.
¡No!, pues para un Bach se requirió un linaje con treinta y cinco músicos célebres en el Sacro Imperio Germánico alemán.
Desde luego siempre hubo hombres y mujeres geniales de familias notablemente menos alcurniosas o con padres muy esmerados o condiciones muy favorables, en artes cada vez más democratizadas. Hasta llegar a Bob Dylan, pongamos por para mí cercano caso.