Ahora sin permitirnos bromas, demos un salto para hallarnos en las columnas de Hércules o de Melkart, si quieren, en 1325. Más bien,
a un centenar de kilómetros al oriente de ellas, pues nuestro guía, Ibn Battuta,
abandonó hace días la ciudad erigida frente a aquél brutal encuentro del Mediterráneo
y el Atlántico, en la cual nació.
Battuta, nuestro personaje, descansa en una
llanura cerca del mar, que los siglos posteriores conocerán como Argelia. Parece el eco del desierto del Sahara, muchos kilómetros
a sus espaldas.
Por aquí las caravanas pasean hace cuatro mil años quizás. Las dirigen
los
bereberes seminómadas, cuyos rostros guardan secretos que les dejan
innumerables
generaciones transitando a veces sin encontrar a nadie en días o
semanas.
De no ser noche al
fondo nuestros ojos distinguirían el filo del mar y el cielo aparece con una extraordinaria riqueza. Sin duda
los pastores trashumantes guían más sus jornadas por el mapa de estrellas que por el ciclo solar.
Battuta cubrirá tres veces la distancia que hará
famoso a Marco Polo, el paisano de Cristóbal Colón cuyo diario de viajes
alimentará el descomunal apetito en quienes dirigirán la conquista del Nuevo Mundo.
Les pido que demos otro gran salto, esta vez vez cuatro siglos adelante para encontrar al costado norte del Mediterráneo a un
hombre singular para su época. Se llama Miguel de Montaigne y está en el
estudio donde huye de su especie, pareciera, al fondo de una rica
casona. La ciudad se llama Burdeos y
pertenece
a la Aquitania francesa.
Este hombre Montaigne
crea un nuevo género literario, después muy socorrido: el ensayo. Así, Ensayos, se llama la
obra que escribe cuando queremos dar con él. Uno de los trabajos que van
allí contempla asombrado la expansión ultramarina europea, que en esta
primera etapa se concentra en la no hace mucho conocida como América,
que también llaman Indias Occidentales en memoria y continuación de los
delirios de Cristobal Colón y quienes lo apadrinaron. Imaginación sin
control, ésta, que nace con Marco Polo.
Don Miguel, el francés, dice entonces unas líneas soberbias: “Nuestros
ojos son más grandes que nuestros estómagos, y nuestra curiosidad mayor
que nuestra capacidad de entender; creemos asirlo todo y apretamos sólo
viento”.
Para
él eso hacen sus congéneres en el cuarto continente que conquistan a
una velocidad de vértigo. Y el vértigo, creo, es la explicación del
fenómeno perseguido aquí desde la caravana berebere. Bueno, una de las
explicaciones. La otra relaciona íntimamente las palabras de Montaigne
con una frase de Carlos Marx: "Todo lo sólido se desvanece en el aire".
Vuelta atrás, de nuevo, hasta Batutta.
Imposible imaginar el mundo en los ojos y
en la cabeza de Ibn Battuta. La religión
no se resume, a la manera en que lo hará después, a ceremonias con las cuales
se cree comprar un lugar en el cielo, exorcizar las ideas de nuestros enemigos
ciertos o inventados, o conseguir trabajo y amor.
Todo, incluidos la ciencia y el pensamiento
empírico, están traspasados por el supra y el inframundo, y la compañía del
dios o dioses de cada cultura y las criaturas maravillosas
acompañan a la gente las veinticuatro horas del día. Por lo demás, el universo
se dibuja de extraños modos en la mente, de acuerdo a donde se nace.
No resisto la tentación de la ciudad cuyas murallas
dejó días atrás nuestro hobre: Tanger, puerto lindero de la fantasía. A literal tiro de
piedra, la Andalucía todavía joya de la humanidad, por más que no sea ya
la de un siglo antes. Y a sus pies el extraordinario espectáculo de ese Mare
Nostrum o Mediterráneo precipitándose de golpe al océano, circundante mitad de la esfera
hace buen rato certificada por los estudiosos, como su diario giro, sus polos,
etcétera.
Misterio infinito el de esas aguas de
monstruoso volumen y un exudar a tal punto denso que los rayos del sol no
penetran en él, de acuerdo a un genio a punto de nacer no muy lejos de aquí:
Ibn Jaldun.
De acuerdo a este gran
historiador, geógrafo, filósofo, Tánger ocupa la "primera
fracción" del tercero de los siete climas de los cuales está
compuesta la tierra habitada, que se agota trasponiendo el Ecuador
por el calcinar de la vida a manos del sol -la existencia al sur de
zonas templadas o frías sería factible, y por lo tanto, de vegetaciones,
animales, seres humanos, si a los continentes no los cortara casi de
inmediato el océano, África incluida.
Después y con una estúpida soberbia reirán de estos conocimientos mientras los reciclan, según veremos.
No sabemos cuánto la visión de Jabdun sobre el planeta
circula por la cabeza de Battúta al iniciar el largo paseo.
Los pastores del campo trashumante que
completan sus haberes con el pago en especie o moneda por la guía y
protección a los mercaderes y peregrinos, en su movilidad acortan las distancias de las tierras a
las que acaba de echarse nuestro viajero, de otra forma insoportablemente
lentas y trabajosas.
El diario no registra mayor cosa de esas
superficies semiáridas a lo largo del norte africano. Los motivos podrían
entenderse considerando que Battúta escribe al fin de la experiencia,
con un sinnúmero de estampas a la espalda sobre lugares asombrosos de suyo y en
particular para él y ese occidente del Islam al cual pertenece -dejen para después lo que no entiendan, nietos y Corte.
¿Influye también la monotonía aparente? La
exuberancia vegetal es una obsesión para los herederos de los pueblos
árabes y bereberes. Pero a sus ojos los países desérticos o de
trashumancia tienen una extraordinaria dignidad histórica y
religiosa.
Los guardias-pastores de seguro intuyen que
ante los citadinos la naturaleza de estos llanos y montañas enmudece. De
tal modo nuestro viajero parece condenado a caminar sobre la nada y
no lo hace del todo gracias al tiempo, aquí perezoso, que permite a los
sentidos apropiarse de formas, colores, texturas, sonidos, perfumes. Poco a
poco distingue peculiaridades en comarcas a primera vista iguales.
Sin saberlo o confesarlo al menos, constata las divisiones de las cuales
hablará Jaldún. Aprende también costumbres de sus guías y vigilantes y
algo intuye del mundo dentro de ellos. Y con una y otra cosa se habitúa a los
pequeños cambios, preparándose para los de mayores dimensiones. Aun así, no
pocas veces adelante será presa de un asombro que enfebrece la
mente y le da material con qué fantasear en el diario.
Supongamos ahora,
Ohsis, que el viajero corre la aventura sobre una nave por el
Mediterráneo. Desde luego, lo que mal o bien percibe en la caravana simplemente
no existiría y en consecuencia no habría mediación entre Tánger y Alejandría,
digamos, el puerto con el cual comienza el encanto del diario. Sin tránsito pasaría de una ciudad donde el esplendor del Islam
occidental cubre el sólido sedimento fenicio, a un adelanto del Medio
Oriente puro.